viernes, 15 de mayo de 2009

Rosario en Chubut (parte 1)

Hace frío y ya casi no siento los pies, pero confío en que Héctor va a encontrarme pronto. No es importante; estoy convencida de que en unos días me voy a poder reir de este momento. Trato de calcular a qué distancia estaré de la casa, pero desde donde estoy no registro nada que me lo indique. La hora es otra cosa: la luz del día se va apagando y estimo que deben ser las siete, no mucho más. Pronto no habrá más luz, pero tal vez mi abuela se de cuenta de que no estoy en casa, o intuya que me fui a dar un paseo largo por la montaña. Me duele la garganta y me cuesta mucho respirar.
Pobre abuela; está poniendose vieja y es tan frágil. Cree cualquier cosa que le diga, y aunque me deprime un poco, también fue divirtido. Pobre abuela; ojalá que se de cuenta de que salí hace un buen rato –cuánto tiempo habrá pasado– y le pida a Héctor que me busque. El bueno de Héctor; estoy segura de que se preocuparía y saldría a cualquier hora por mi. Siempre servicial y callado. No hablamos casi nunca y probablemente por eso nos llevamos tan bien. Ojalá me vea acá abajo. Me tapa una planta de rosa mosqueta, pero las botas rojas que me regaló mi mamá son lo suficientemente chillonas como para ser vistas aunque no haya mucha luz. Es gracioso que por fin haya podido encontrarle una utilidad a la estridencia que mamá me hereda de vez en cuando.

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