jueves, 28 de mayo de 2009

Rosario en Chubut (parte 3)

Buenos Aires quedó lejos, y parece como si hubiera terminado el cuatrimestre hace mucho más que un mes. Tiemblo un poco. No me imagino regresando a la facultad. Creo que prefiero tomarme un tiempo más para pensar; en la casa de la abuela estoy bastante a gusto. Si no fuera por este incidente desafortunado, el mes que pasé aquí hubiera sido sumamente revelador. Aunque, de algún modo, el incidente colaboró con la revelación. Si hubieran agarrado a mi abuela, seguro se habría muerto en el momento, asfixiada o del corazón.
Tengo miedo, pero estoy casi segura de que se fueron, de que lo peor ya pasó. El frío no me permite escuchar nada, mucho menos el tractor de Héctor llegando a la casa de mi abuela. Pero no hay que entrar en pánico porque no se sale, y no hay mucho que pueda hacer más que abrir la boca y esperar. Intento mover las piernas, pero no. Los brazos tampoco. La falta de oxígeno los debe haber hecho morir: el sistema es inteligente y sabe que la prioridad es el cerebro. Entonces pienso, y es lo único que puedo hacer.

miércoles, 20 de mayo de 2009

Rosario en Chubut (parte 2)

El frío me da sueño, o tal vez sea el efecto de esos ansolíticos de mierda que me dio la abuela y yo consideré importante tomar. Ayer no me hicieron nada, pero quizás la mezcla con el frío sea lo que me afecta. Aunque sé que me va a hacer mal a la garganta, abro la boca con fuerza para que me entre más aire. Es probable que me haya desmayado; ellos deben haber creido que estaba muerta. Me gustaría poder moverme, pero el cuerpo no responde. Tengo sueño, quizás un poco de miedo, pero prefiero no asumirlo, y pienso en otra cosa: en la cara que debo haber puesto cuando vi a Bruno bajarse del auto (a mi mamá no le hubiera gustado nada que ni lo invitara a tomar un café), en lo ridículo de la situación de que alguien se invite, sin avisar, a una casa ajena en el medio de la Patagonia. Trato de acordarme de la cara de Héctor. Conozco sus rasgos generales, pero no puedo verlo ni cuando cierro los ojos y evoco alguna situación en que lo tuviera cerca. Como cuando se encontró con Bruno y conmigo en la entrada de la casa: no me acuerdo de su cara, pero en ese momento supe que él tenía vergüenza. Se sentía desubicado, como si me hubiera encontrado haciendo algo reprobable y él sintiera que le pesaba sobre los hombros la responsabilidad de mis actos. Apareció en silencio por un costado de la casa con la pala grande en la mano. Tardé en darme cuenta de que estaba ahí; lo hice cuando se paró junto a Bruno, y saludó mirando al piso. Después de un momento se excusó y siguió la marcha al sector del jardín que mi abuela llama “joven”.

viernes, 15 de mayo de 2009

Rosario en Chubut (parte 1)

Hace frío y ya casi no siento los pies, pero confío en que Héctor va a encontrarme pronto. No es importante; estoy convencida de que en unos días me voy a poder reir de este momento. Trato de calcular a qué distancia estaré de la casa, pero desde donde estoy no registro nada que me lo indique. La hora es otra cosa: la luz del día se va apagando y estimo que deben ser las siete, no mucho más. Pronto no habrá más luz, pero tal vez mi abuela se de cuenta de que no estoy en casa, o intuya que me fui a dar un paseo largo por la montaña. Me duele la garganta y me cuesta mucho respirar.
Pobre abuela; está poniendose vieja y es tan frágil. Cree cualquier cosa que le diga, y aunque me deprime un poco, también fue divirtido. Pobre abuela; ojalá que se de cuenta de que salí hace un buen rato –cuánto tiempo habrá pasado– y le pida a Héctor que me busque. El bueno de Héctor; estoy segura de que se preocuparía y saldría a cualquier hora por mi. Siempre servicial y callado. No hablamos casi nunca y probablemente por eso nos llevamos tan bien. Ojalá me vea acá abajo. Me tapa una planta de rosa mosqueta, pero las botas rojas que me regaló mi mamá son lo suficientemente chillonas como para ser vistas aunque no haya mucha luz. Es gracioso que por fin haya podido encontrarle una utilidad a la estridencia que mamá me hereda de vez en cuando.

viernes, 8 de mayo de 2009

La iglesia (parte 4)

Empieza a pensar en el desconcierto de todos; en la tristeza de su pareja; el enojo de sus padre por haberlos hecho pagar la fiesta, el vestido y el catering; el llanto de su madre; la alegría de aquellos que nunca pudieron tenerla. Le gustaría poder llorar y sentir que todo es un grave error, que fue un momento de pánico, que sólo es cuestión de regresar, prenderse del brazo de papá y seguir adelante con lo pactado. Pero no llora y no va a regresar. En cambio tomará el primer vuelo a Europa que consiga y se quedará por los próximos quince años, sin tocar suelo argentino. No encontrará a otra persona en aquel país extraño, se lamentará el día que él se case en otra iglesia, no tendrá hijos, y la culpa le quitará una a una todas las posibilidades de reconstruir una felicidad alternativa.

sábado, 2 de mayo de 2009

La iglesia (parte 3)

Como si siempre hubiera usado altos tacos estrechitos, ella deshace sus pasos corriendo. La corona baila de un lugar a otro y el vestido se arrastra como queriendo quedarse, pero sus piernas no se detienen. Llega a la Avenida y le hace señas a un taxi para que se detenga. Sube y respira. Le pide al chofer que, en principio, se aleje de aquella iglesia: ya verán adónde llegan.