martes, 30 de octubre de 2007

Jesús, el leñador y Dolores

Al llegar a la biblioteca, Jesús se trepó a una escalera que llegaba hasta las últimas estanterías y descendió con un libro enorme. Lo abrió al azar y se encontraron con que “las virginidades tienden a emigrar cuando hay una aguda disociación entre el cuerpo y la mente”. Dolores estaba muy intrigada por la forma que tendrían, de manera que se puso a buscar fotos o dibujos. Jesús la ayudó: él podía admirarlas el día entero. Le explicó que cuando ellas salen del cuerpo femenino, adoptan una forma más estirada y chata, como una manta raya, pero sin cola aunque a veces son como un pulpo con tentáculos. Vieron que algunas tenían la capacidad de desarrollar alas; esas eran las más reticentes a volver al cuerpo, ya que estaba estadísticamente comprobado que habían sufrido malos tratos. Los colores generalmente se asemejaban al de la carne humana, pero al cabo de algún tiempo de vagabundeo se pigmentaban de verde o gris, dependiendo del hábitat en el que se movían al salir.

-Le voy a tener que pedir que no me roce con su brazo,- dijo Jesús dirigiéndose a Dolores que se encontraba a su lado observando el libro. Y continuó: -Y que no me toque con ninguna otra parte de su cuerpo. Por lo menos no lo haga hasta que recupere su virginidad.

A ella se le llenaron los ojos de lágrimas de nuevo. El leñador se acercó un poco para apoyar su mano en el hombro de la joven, haciendo un esfuerzo torpe por brindarle algo así como consuelo. La escena se sostuvo por un instante hasta que hubo un chirrido en la habitación contigua. Jesús se puso de pie de un salto y aceleró el paso hacia la puerta. Los otros dos lo siguieron, olvidando que habían estado tratando de construir algún vínculo emocional.

Al entrar en el cuarto vecino observaron que una virginidad ingresaba por una entrada de mascotas que se encontraba al pie de la puerta que daba a un patio interno.

martes, 23 de octubre de 2007

Ximenita

Si el encuentro sucedió a fines de diciembre, me imagino que la historia debe haber comenzado en marzo o abril. Ximena volvía en colectivo de la peluquería al trabajo después de escaparse un rato al mediodía para hacerse las uñas (francesitas). Subió, saludó al chofer porque, aunque algunos fueran antipáticos, a veces le contestaban con una sonrisa y alguna que otra vez con un guiño. Avanzó por el pasillo con dificultad no porque hubieran varias personas paradas sino porque llevaba puestos los mismos zapatos violetas de taco aguja que traía puestos cuando la conocí. Al llegar a la mitad del pasillo comprobó que no quedaban asientos libres y que nadie se apiadaría de sus pies (me imagino que algunas chicas tal vez sonrieron con sorna como castigándola). A pesar de que le desagradaba tocar una superficie tan manoseada, se colgó bien fuerte del caño que pasaba por encima de su cabeza para evitar una caída bochornosa. Mientras miraba por la ventana pensando que llegaba tarde al trabajo y que sería la tercer vez esa semana, tuvo la sensación de que alguien la observaba. A pesar de que estaba acostumbrada, se le ocurrió que podría ser un ladrón, de manera que se colocó la cartera sobre el estómago chato de gimnasio. La sensación persistía y optó por darse vuelta y demostrar su desaprobación al que lo estuviera haciendo. Cuando lo hizo se encontró con el ojo particular de un joven que, como ella, estaba colgado del caño. En un segundo, cuando se aseguró de que él sabía que ella lo había notado mirándola, regresó su cara hacia la ventana. Pasaron algunas cuadras y en Callao bajaron varias personas dejando tres asientos libres, uno de los cuales estaba junto a Ximena. Se sentó con un resoplido y miró su celular para comprobar que la jefa no estuviera rastreándola. Al cerrarlo, miró a su derecha disimuladamente para verificar que el joven hubiera entendido que no podía mirarla con semejante despecho. La seguía mirando. No podía creerlo. Pensó cómo actuar y decidió que habían muchos pervertidos sueltos como para decirle algo. Podía reaccionar mal y seguirla hasta el trabajo o quién sabe qué.

Al llegar a su parada, esperó hasta el último segundo para levantarse del asiento. Al hacerlo, lo observó para ver su reacción y a medida que avanzaba hacia la salida pudo verle la cara de frente. Un poco asqueada, bajó de un salto: el joven era bizco.

Caminando hacia su trabajo se preguntó si aquel bizco la había estado espiando. No podía imaginar cómo funcionaban los ojos de aquellas personas. Si tenían la misma calidad de visión por ambos ojos eso significaba que tenían un campo visual mucho más amplio, que podían mirar por la ventana y a ella simultáneamente. Esa idea la incomodó mucho, haciéndola mirar para atrás algunas veces antes de llegar a la puerta del edificio donde la esperaba el portero con una gran sonrisa:

-Vamos, Ximenita, que ya es tarde.

Se sintió a salvo en aquel edificio con aire acondicionado y paredes de mármol. Al subir al elevador olvidó el asunto hasta la noche.

martes, 16 de octubre de 2007

Madre #1 - Madre #2

La carrera de Martina había comenzado a los seis años, el día después de que Madre #1 (hasta ese momento sólo había sido “Madre”) hubiera conocido a Madre #2. Madre #1 había sido una estrella salvaje de rock y Madre #2 era una actriz frustrada que había aspirado a trabajar en el teatro under, pero que había tenido que conformarse con ser actriz publicitaria o modelo. Las madres habían tenido un encuentro accidentado pues se habían conocido en un concierto en el cual la banda de Madre #1 había tocado de banda soporte. Como solía sucederle bajo los efectos lisérgicos, Madre #1 había saltado del escenario como de un trampolín y caído sobre un grupúsculo de personas que se había juntado allí para escucharlos y matar el tiempo hasta que comenzara la banda principal. El resultado fue que Madre #1 aplastó a dos de ellos: la que sería Madre #2, y su manager y esposo del momento, Ricky. Acostumbrada a los golpes y las caídas violentas bajo efectos alterados, Madre #1 se incorporó con agilidad y regresó al escenario a los saltos. Madre #2 no podía respirar pues el mango del bajo se le había clavado en la boca del estómago y Ricky entró en pánico al descubrir que dos botones de la camisa italiana se habían perdido. Enceguecido de enojo se dirigió al escenario para atacar verbalmente a la banda, olvidándose por completo de su novia que aún permanecía en el piso intentando recuperar el aire. La banda de Madre #1 tocó los últimos acordes de su repertorio y se retiraron al tiempo que la gente empezaba a avanzar y el recinto se llenaba. Ricky volvió desahogado pero ya no pudo encontrar a su novia entre la multitud que saltaba con euforia por la inminente llegada de la banda. Se imaginó que ella ya se habría levantado y que estaría en la barra bebiendo una gaseosa dietética para recuperarse. Optó por relajarse para disfrutar del concierto que tanto había esperado: nunca imaginó que en aquel preciso momento estaba pisando la dorada cabellera de Madre #2 que se había desmayado debajo suyo a causa del dolor. Después de esa noche ya no la volvería a ver pues la rockera que había saltado sobre ellos un rato antes la rescataría en pleno desenfreno musical.

domingo, 7 de octubre de 2007

Juan (o John)

Toca la puerta del número quince. Allí le entregarían su llave. Espera diez minutos. Vuelve a golpear. Sigue esperando. Se sienta en el piso sucio un rato y escucha pisadas en su dirección. Alguien pregunta a los gritos quién está afuera. Se levanta y golpea con la palma abierta. La puerta se abre sola. Nadie, sólo una espalda desnuda, marcada con trazos amarillos, alejándose. Él da algunos pasos y se detiene en el centro de una habitación mal iluminada. Las paredes descascaradas. Cuenta al menos cinco capas de color. El piso cubierto de papeles abollados, garabateados; otros estirados, a veces en pilas. El olor a pintura mojada lo marea y vuelve a sentarse en la suciedad. Descubre un pincel usado debajo de un papel. Escribe con los restos de óleo rojo: paintbrush. Mira lo que hizo y lo deshace en pequeños pedazos que desparrama por la habitación. El hombre de la espalda desnuda ahora muestra su cara y lo mira. Apoyado en un marco, con las llaves colgadas del índice derecho.

-En esta habitación es sin letras: la dieciséis es para vos.

Tras dejarle las llaves en la mano, recoge cada papel que tenga rastros de óleo rojo letrado. Se acerca a la ventana que aparentaba estar tapiada, quita una pequeña plancha de madera a la vez que tapa sus ojos para protegerse de la luz, estira su mano hacia fuera y tira lo que queda del pincel en inglés.

-No vas a necesitar ese bolso.

Le quitan el bolso y no pone resistencias. Salen al pasillo, el dueño de la puerta quince tira el bulto, que son sus últimas pertenencias, por el agujero central de las escaleras.

martes, 2 de octubre de 2007

Ernesto H.

Intentaba despejar la nebulosa, sentía el calor del vino. Y corrían las copas. Se acababa el contenido de una y llegaba la siguiente. Hundido en un sofá doble, observaba al equipo olvidarse de los hechos que habían derivado en la muerte de la filmación. Sentía las células de su cuerpo llenándose de mareo y veía las bocas abriéndose, cerrándose, riendo. Nadie recordaba al joven. Los iluminadores se acercaban a las actrices de reparto, los guionistas apostaban con juegos de borrachos. Como un zumbido bajaban todas las voces de una vez, aturdiéndolo. Se fregó los ojos con la mano libre y dejó la copa de vino a su lado, sobre una mesita baja. Quería descansar. Se tapó la cara y permaneció en aquella oscuridad por unos momentos que podían parecer horas. Sintió en su pierna la base de otra copa. No quería beber más, pero no lograba articular las palabras que lo afirmaran. Abrió los ojos y con ellos volvió a la luz artificial del cuarto. Recorrió el brazo que le ofrecía otro trago. Era su amiga; una que sólo se topaba en fiestas. Le sonreía y él olvidó preguntar cómo había llegado a Portugal. Bebió y era otro vino, tal vez otra uva; ya no podía distinguir la calidad. Tragó como agua. A tu salud. Ella se retiró de la habitación, entornando la puerta detrás suyo. El director interpretó que deseaba ser seguida pero no podía levantarse pues ni siquiera le quedaban restos de sensibilidad en las piernas. Lo único que podía hacer era pensar con los ojos entreabiertos.

Entró el joven Ernesto por la misma puerta que había dejado entreabierta su amiga. No podía ser él pero lo veía con la poca nitidez que aún duraba. Las personas eran bultos borrosos, almas gastadas en naranja y negro que sólo vivían en fotografías de poca luz. El joven actor se dirigió al director, se sentó a su lado. No lo miró, pero dijo:

-No tengas miedo. Sólo sos vos.